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Azucena García es licenciada en Ciencias Políticas, realizó un máster en Comunicación y tiene la cabeza totalmente amueblada. Es un claro ejemplo de que el diagnóstico de una enfermedad mental puede compaginarse perfectamente con una vida normalizada, estable y feliz. Hoy toma la pluma para hablarnos de una cuestión que no parece estar muy clara en la propuesta de reforma del Código Penal presentada por el Gobierno: ¿son peligrosas las personas con enfermedad mental? 

“Mentar a una persona con una enfermedad mental activa en los medios de comunicación nos lleva a pensar en la posibilidad de violencia ejercida sobre los demás. Pero debemos saber que los medios de opinión tienden a recoger  las noticias que causan más efecto sobre sus lectores, como por ejemplo la difundida por el diario La Voz de Galicia el día 12 de junio de 2014 en la que cuenta como una mujer  “en tratamiento psiquiátrico por depresión  (…) acabó con la vida de sus padres para después suicidarse”.  Un acto de violencia éste que no debe ser descontextualizado. Con ello  convertiríamos lo excepcional en  normal, hecho que contribuye muy negativamente al intento por transmitir una visión normalizada sobre la enfermedad mental y los que la padecen. 

De la ansiedad a la depresión, pasando por  la bipolaridad hasta la esquizofrenia. Distintos estudios científicos realizados hasta la fecha confirman que las personas con este tipo de dolencias son menos agresivas que la media, estando en el 1% el número de afectados que pueden presentar  un comportamiento violento. Es cierto que hablamos de personas en las que la enfermedad  no se encuentra activa. Pero, aún más todavía, cuando ésta comienza a manifestarse, el comportamiento más habitual demuestra como los afectados pueden llegar a convertirse  en un potencial peligro para sí mismos. Cómo podemos entender sino  que una mujer adulta reaccione ante un profundo malestar psíquico autolesionándose,  provocándose  heridas con las que intentar paliar su malestar emocional.  

Hasta ahora y especialmente desde las reformas introducidas por la Ley de 1986, el camino por recorrer se dirigía al incremento de  los recursos asistenciales disponibles, tratando de dar una atención integral al paciente en la que los tratamientos farmacológicos, cada vez más efectivos y con menos efectos secundarios, eran completados con distintos  tipos de terapias psicológicas tendentes a calmar y equilibrar el plano emocional del individuo, a resolver sus conflictos internos. Y ello apoyado por centros de atención de día y  la asistencia domiciliaria, en un  intento de conseguir que los ingresos hospitalarios en unidades de agudos tendiesen a ser las menos posibles y con la duración imprescindible para conseguir que el enfermo lograse estabilizarse y poder continuar su vida normalizada fuera de los ahora denominados sanatorios mentales. 

Con la reforma planteada en el Código Penal viene a ponerse el foco de atención en lo que se plantea como potencial peligrosidad de los pacientes,  hecho que llegaría a justificar en último término internamientos continuados que podrían prolongarse de por vida. Se produce un giro de 180 grados en el espíritu de las reformas esgrimidas en 1986, que se materializa en un retroceso de los derechos  fundamentales de los afectados. Se coarta la libertad de decidir en igualdad y se incumple el espíritu de normas fundamentales: ver art. 25.2 CE/1978 que dice textualmente que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad están orientadas hacia la reeducación y reinserción social (…)”.

Estableciéndose un paralelismos con los sujetos objeto de ese artículo, los internamientos de por vida suponen una violación flagrante de este derecho fundamental reconocido y amparado por nuestro ordenamiento jurídico, en el que, si nadie lo impide, MUCHOS DE NOSOTROS (no lo olviden, se estima que una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida), podemos llegar a tener menor protección jurídica que la reconocida para el resto de los ciudadanos.”

Azucena García González

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